Gómez Menchaca Abogados informa que la sentencia del Tribunal Supremo de 9 de noviembre de 2.005, Sala Tercera, estudia la responsabilidad sobre el consentimiento informado en los siguientes términos:
Esta Sala y Sección en torno a esta cuestión del consentimiento informado viene manteniendo que la falta del mismo constituye una mala praxis ad hoc pero que no da lugar a responsabilidad patrimonial per se si del acto médico no se deriva daño alguno para el recurrente, así resulta a título de ejemplo de la Sentencia de veintiséis de febrero de dos mil cuatro. La Sentencia citada se hace eco de la anterior de la Sala de 26 de marzo de 2002 en la que expresamente se afirmó que “ante la falta de daño, que es el primer requisito de la responsabilidad patrimonial por funcionamiento del servicio, no parece relevante la ausencia o no del consentimiento informado, o la forma en que éste se prestara”.
Del mismo modo la Sentencia de 14 de octubre de 2002 insiste en que la falta de consentimiento informado constituye un incumplimiento de la Lex Artis ad hoc y lo considera como manifestación del funcionamiento anormal del servicio sanitario.
En cuanto a la Sentencia de esta Sala y Sección de cuatro de abril de dos mil, en la que se apoya la Sentencia recurrida para rechazar que no fuera válido o suficiente como consentimiento informado el documento suscrito por la recurrente para justificar la conducta de la Administración sanitaria en cuanto al deber que tenía de informar adecuadamente a la paciente sobre el proceso que sufría y las alternativas que además de la intervención pudieran existir a su disposición para su tratamiento, no sirve para exonerar a aquélla de su responsabilidad.
En esa Sentencia, que se refiere al consentimiento como el elemento clave para el ejercicio del derecho de autodeterminación del paciente, se añade que considera necesaria e importante la existencia de formularios específicos “puesto que sólo mediante un protocolo, amplio y comprensivo de las distintas posibilidades y alternativas, seguido con especial cuidado, puede garantizarse que se cumpla su finalidad” y, si bien es cierto, que algo más adelante expresa que una “información excesiva puede convertir la atención clínica en desmesurada —puesto que un acto clínico es, en definitiva, la prestación de información al paciente— y en un padecimiento innecesario para el enfermo, y añade que es menester interpretar en términos razonables un precepto legal que, aplicado con rigidez, dificultaría el ejercicio de la función médica —no cabe excluir incluso el rechazo por el paciente de protocolos excesivamente largos o inadecuados o el entendimiento de su entrega como una agresión—, sin excluir que la información previa pueda comprender también los beneficios que deben seguirse al paciente de hacer lo que se le indica y los riesgos que cabe esperar en caso contrario”, ello, decimos, no justifica que pueda sostenerse que un documento como el suscrito por la paciente en este caso avale y excuse la actuación de la Administración sanitaria dando por cumplido su deber de información con el enfermo. Es evidente que la inexistencia de consentimiento en este caso, causó a la recurrente un daño manifiesto puesto que le privó de adoptar en uso de su derecho a decidir en torno a las posibles opciones que se le ofrecieran, la más conveniente para sí.