José Ignacio Sáenz, que quedó parcialmente ciego al serle aplicado un gas tóxico, rompe su silencio para defender la labor del Sistema Riojano de Salud y sus profesionales.
El 13 de febrero de 2015 es una fecha que ya nunca podrá olvidar José Ignacio Sáenz. Ese día, este arnedano comenzó a sentir molestias en el ojo izquierdo y acudió a la Fundación Hospital de Calahorra. Allí los facultativos determinaron que la causa de su malestar no era otra que un desprendimiento de retina, del que debería ser intervenido en Logroño.
En el Hospital San Pedro le pusieron al corriente de aquello a lo que se enfrentaba, una intervención hasta cierto punto rutinaria a la que seguiría un tortuoso postoperatorio que le obligaba a pasar veintiún días boca abajo las 24 horas de la jornada. José Ignacio encaró el trance con el mismo ánimo que todos los que se someten al tratamiento, sacando fuerzas de flaqueza gracias a la esperanza por recuperar parte de la visión en el ojo afectado, algo que sucede en el 96% de los casos.
Sin embargo, transcurrido el plazo prescrito para el postoperatorio no tardó en apercibirse de que algo fallaba. «Cuando intentaron graduarle la vista se dio cuenta de que no veía nada con el ojo afectado a menos de dos metros», recuerda Gloria, su esposa. La doctora que le intervino no comprendía nada. El protocolo de actuación se había seguido a rajatabla pero el resultado no era el esperado. Por ello, le realizó pruebas hasta detectar en abril del pasado año que el nervio óptico estaba pálido, esto es, que José Ignacio no volvería a ver a través de su ojo izquierdo.
Pero la cosa no quedó ahí. Pocas semanas después, José Ignacio empezó «a ver moscas» en su ojo sano como consecuencia de varios desgarros en el fondo ocular causados por el sobreesfuerzo de tener que descifrar con un solo lo ojo lo que antes contemplaban dos. «Ahí se me vino el mundo encima; me asusté tanto que caí en una depresión por la que aún recibo tratamiento psiquiátrico», señala. Gloria y su marido maldijeron su suerte durante meses. La vida de José Ignacio había cambiado radicalmente a raíz de la intervención sin ningún tipo de causa aparente.
Todo, hasta que el nombre de Ala Octa llegó a sus oídos. A través de los medios de comunicación tuvieron conocimiento de este producto -un perfluoroctano- utilizado durante las operaciones de desprendimiento para favorecer que la retina vuelva a su posición natural. Se trata de un gas dispensado por el laboratorio alemán Alamedics durante las dos últimas décadas, tristemente popular tras detectarse que dos muestras defectuosas han dejado tras de sí en España más de cien casos de ceguera (en algunos afectados con pérdida de visión en los dos ojos).
«Trato impecable»
Tras el consuelo de hallar una explicación a la pérdida de su ojo, José Ignacio y Gloria no dudan en atribuir la responsabilidad de tal negligencia. La cónyuge del afectado señala que «toda es del laboratorio; por desgracia las compañías farmacéuticas campan a sus anchas y yo me esfuerzo en pensar que no nos tratan como conejillos de indias para intentar colocar sus productos como los mejores del mercado». «A quien no responsabilizaré jamás es a la doctora que intervino a mi marido ni al Sistema Riojano de Salud, que están haciendo todo lo que pueden por nosotros; la sanidad pública riojana se ha portado con nosotros de forma impecable».
Lo que no ha logrado disipar la identificación de las causas de la ceguera son sus secuelas en José Ignacio. «Me he visto obligado a aprender a vivir de nuevo, con 50 años y un solo ojo», explica, detallando que «tienes que aprender a vestirte, a andar, a reconocer tu propia casa para no ir dándote golpes cada vez que vas de un sitio a otro». «Sentirme como un trasto me ha afectado tanto o más que la pérdida de visión», añade.
Las consecuencias, sin embargo, son compartidas. Gloria admite que «durante meses se ha negado a salir de casa; cuando hay aglomeraciones de gente se agobia mucho, ya que no controla su espacio por el lado izquierdo y le preocupa chocarse con otras personas».
Aun así, dicen que no hay mal que por bien no venga y en su caso este matrimonio ha conocido el lado más humano de su entorno a raíz de esta mala experiencia: «Estamos agradecidísimos a los amigos, porque sin ellos no sabemos dónde estaríamos; incluso una desconocida que también había sufrido un desprendimiento de retina nos ofreció una silla para el postoperatorio sin esperar nada a cambio».
Aun con una discapacidad del 33% y sin posibilidad de realizar esfuerzos, José Ignacio mantiene su puesto de trabajo en una bodega. Su abogado reclama una indemnización por los daños recibidos, pero insiste en que el dinero no es lo más importante: «¿Cuánto vale mi ojo, mil euros, 10.000 millones? Ese dinero no me devolverá lo que yo querría, que es volver a tener mi ojo sano».